Y es que cada día que pasa estoy más segura de que
fuiste tú, pequeño ladrón de almas, el que inhalaste la poca vida que me
quedaba. Me agarrabas de la cintura
mientras, a escondidas, destruías todas las promesas que, en pleno éxtasis del amor, te habías atrevido
a pronunciar. Hoy sigo anclada a todas esas mujeres que te pertenecieron mientras
me hacías el amor, y no solo a ellas. Sigo odiando a aquellas que ni siquiera
conozco y que se encargan de prepararte noches en vela con rumbo hacia lo que
tu llamabas cielo. Y aprender a sobrevivir no me sirve, ya ves, aquí estoy copa
en mano escribiendo cuentos sin un “y comieron perdices”. Y ahora solo soy capaz de exhalar recuerdos y
una migaja de “quizás vuelvas a ser quién un día fuiste (como al principio
de todo)”.
Si pudiera arrancarme este dolor como quién se arranca una tirita,
si pudiera romper esa sonrisa con un solo portazo, si pudiera dejar de temblar
cada vez que te veo. Si pudiera. Pero no puedo. Por eso, incapaz de no coger el
teléfono cada vez que me llamas, vuelvo todas las noches a tu cuarto, para poder ser tu polvo mejor que llegar a ser tu nada.