Es
la primera vez en mucho tiempo que me asomo a vuestra habitación a primera hora
de la mañana. Ojeo. Tanteo el terreno. Siempre es duro ver una cama de
matrimonio desecha solo a medias. Tu parte, impoluta, es respetada y ni las
sabanas ni la colcha han sufrido el mismo desgaste físico que el evidente lado
derecho.
Entro
de puntillas, cierro la puerta y me sumerjo en la cama. Aspiro el olor de la
rutina, a campo y soledad, y miro el despertador. Solo han pasado dos años. Tic tac. Sólo han
pasado dos años. Tic tac. Recuerdo entonces aquellos veranos en los que el
abuelo madrugaba y dejaba su hueco libre. Recuerdo hacer el mejor abordaje del
mundo mientras tú disfrutabas de unos momentos más de paz antes de empezar el
día. Y allí, adormilada, disfrutabas de
nietas tanto como nosotras disfrutábamos de ti. No recuerdo nuestra edad ni las conversaciones
que tuvimos en aquella época, tonterías, supongo, que sea como fuere nos hacían felices. Tic tac. Vuelvo de nuevo en sí. La luz
se cuela por las persianas y resbala entre mis piernas. Tic tac. Me quedaría allí
toda la vida.
“Los
muertos no nos necesitan, lo muertos ya están descansando. Son los vivos los
que nos necesitan” le decía Herminia a Antonio hace unas semanas. Ya, pero yo
te necesito a ti. Tic tac. Se está haciendo tarde. Tic tac. Has emprendido el
viaje más largo de tu vida y no hay billete de vuelta a casa. Tic tac.
Me
escurro entre las sábanas, salgo como entro, de puntillas y entorno la puerta.
Ahí está la señal. El nudo en la garganta que indica que una retirada a tiempo
es a veces el mejor de los triunfos.
Volveré.
Y tu lado de la cama seguirá como hasta ahora.
Esperando que regreses.
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