Me vino a decir que antes de buscar un trabajo común con el que conformarse
en la vida quería probar suerte y hacer sus sueños realidad. Me dijo que quería
ser libre y que haría lo posible por conseguirlo.
Sabía que llevaba razón. Lo banal se había convertido en el objetivo de una
carrera de fondo en la que luchar por algo que realmente te gustaba no tenía
cabida. Consigue un trabajo. Independízate. Ten un perro, o un gato. Cualquier
mascota estará bien. Cásate. Ten hijos. Edúcalos. Y sigue trabajando. Hasta que
te jubiles. Si lo consigues.
Tal vez la magia de la existencia estaba ahí. En pensar que no bastaba con
leer la teoría de que “vida no hay más que una” sino en sentirla como tal. Él hacía que esto fuera posible. O tal vez estaba equivocada y la magia fuera él empujándome a vivir. Fuera como fuese siempre me pareció valiente. Una valentía que merecía la pena conocer y saborear. Me pregunté cuántas personas había conocido así en el mundo. Me basto una mano para contarlas y me sobraron dedos.
Él y qué suerte la mía.
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