Lejos de pensar en lo agobiante que resultaba estar
encerrada en una oficina en pleno julio, Adela correteaba por los pasillos
dando los “estupendos días” a todo el que pasaba por allí. Entre sus valiosas
rarezas estaba la de no ser capaz de dar unos “buenos días” como todo el mundo.
Cuándo le pregunte por primera vez porque decía “estupendos” en lugar de “buenos” me respondió con un sincero “Los
buenos días acaban siendo como los te quiero, de tanto pronunciarlos acaban desgastándose”.
Nunca vestía tacones, si el maquillaje
existía ella nunca lo había descubierto. Cuando alguien bromeaba sobre sus ojeras
simplemente contestaba “Que afortunado eres, tú que puedes verme tal y como soy”.
Nunca tuvo importancia realmente, ese
pelo rizado a juego con el color de sus pecas hacían de ella un ser magnífico. Muchos
decían que era imposible vivir constantemente de alegrías, yo sin embargo, me
encargaba de beber a tragos esa energía que irradiaba. Hace poco leí en un
artículo que somos como bombillas, que transmitimos todo lo que somos. Adela
sin duda era una luz de neón. Increíblemente luminosa, admirable, por dentro y
por fuera.
Maravillosamente ella.
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