miércoles, 5 de junio de 2013

Iris.


Cuando entró por aquella puerta más de la mitad de la sala vociferaba sin respeto alguno a las chicas que acaban de entrar. Allí me encontraba yo, en un sin sentido, rodeado de personas cuyo único interés era disfrutar de su respectiva despedida de soltero. De aprovechar sus últimos días de libertad  o como mucho conseguir echar un polvo antes de volver triunfante a la ciudad. En tal berenjenal estaba yo cuando entro ella. Vestía un vestido corto de colores rojos y anaranjados, morenita de pies a cabeza, melena corta y unas piernas espectaculares, de esas que deseas abrir en cualquier momento, para que vamos a andarnos con delicadeces. La noche avanzo como estaba previsto, la sangría corría y la gente comenzaba a sentir el éxtasis que provocaba el alcohol. Me uní con ganas a la muchedumbre que se dirigía a la barra en busca de su primer cubata y ¿Por qué no? En busca de sus piernas. Destino o no, allí estaba ella, cruzando detrás de mi dirección ¿Dios sabe dónde? Era el momento. Agarre su mano, ella desconcertada se giro y yo, sin saber muy bien que quería conseguir, solté: 
- Me encantas.- Y no contento con eso añadí:
- De verdad.

¿Qué probabilidad había de encontrar a tu media naranja en medio de un millón de personas, la mitad ebrias? Entre música pop del siglo XXI y mojitos, a unos pocos metros de la playa. No tengo respuesta para ello, solo sé que a veces ocurre. Entre tacones infinitos y push-ups, excesos y hombres sedientos de mujeres, siempre hay una excepción, la de ese joven que cambiaría un polvo con cualquiera por una noche bailando con, en mi caso, tu sonrisa.

Una sonrisa con dueño, pero preciosa al fin y al cabo.

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