Cuando entró por aquella puerta más de la mitad de
la sala vociferaba sin respeto alguno a las chicas que acaban de entrar. Allí
me encontraba yo, en un sin sentido, rodeado de personas cuyo único interés era
disfrutar de su respectiva despedida de soltero. De aprovechar sus últimos días
de libertad o como mucho conseguir echar
un polvo antes de volver triunfante a la ciudad. En tal berenjenal estaba yo
cuando entro ella. Vestía un vestido corto de colores rojos y anaranjados,
morenita de pies a cabeza, melena corta y unas piernas espectaculares, de esas
que deseas abrir en cualquier momento, para que vamos a andarnos con
delicadeces. La noche avanzo como estaba previsto, la sangría corría y la gente
comenzaba a sentir el éxtasis que provocaba el alcohol. Me uní con ganas a la
muchedumbre que se dirigía a la barra en busca de su primer cubata y ¿Por qué no?
En busca de sus piernas. Destino o no, allí estaba ella, cruzando detrás de mi dirección
¿Dios sabe dónde? Era el momento. Agarre su mano, ella desconcertada se giro y
yo, sin saber muy bien que quería conseguir, solté:
- Me encantas.- Y no
contento con eso añadí:
- De verdad.
¿Qué probabilidad había de encontrar a tu media naranja en medio de un millón de personas, la mitad ebrias? Entre música pop
del siglo XXI y mojitos, a unos pocos metros de la playa. No tengo respuesta
para ello, solo sé que a veces ocurre. Entre tacones infinitos y push-ups,
excesos y hombres sedientos de mujeres, siempre hay una excepción, la de ese
joven que cambiaría un polvo con cualquiera por una noche bailando con, en mi
caso, tu sonrisa.
Una sonrisa con dueño, pero preciosa al fin y al cabo.
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