Siempre tenía una maceta con margaritas en el balcón.
Su madre las llevo en el pelo el día de su boda y ella las amaba tanto como su
madre. No acostumbraba a ponerse tacones, siempre pensó que su figura era
bonita tal y como se mostraba en el espejo. Era la chica de las sandalias
planas y la falda de flores, la del pelo corto y el tatuaje de “Alma Libre” en
la espalda. Fueron muchos los meses que ocupo leyendo a Palahniuk
por las tardes y escribiendo poesía por las noches (por lo menos el tiempo que yo pasé a su lado). Siempre tomaba café descafeinado de sobre con
leche y siempre eran varias las veces que tenía que repetírselo al camarero.
Nunca necesito de un hombre para mover montañas y mucho menos para sentirse
querida. Era lo que todo hombre hubiera deseado y desearía justo ahora, en este
mismo momento. Una mujer cuyo último deseo era atarse a unos ojos que no fueran
los de su señor gato. No me malinterpretéis, Amélie (sí, ese era su nombre)
había llegado a amar como cualquier otra persona (incluso más). Una vez
me dijo:
- Hazme un favor, quedémonos a vivir en horizontal, que me levanto nostálgica los domingos, y es la única manera de sobrevivir. No me refiero a tu cama, que también, me refiero a ese "cabemos en un asiento los dos", y te aplasto, y me plastas, pero no importa. Eres cálido y me gustas. Me gusta ver como los cristales se empañan y como coloco mi pie sobre ellos para hacerte de rabiar. Que me duele el cuerpo de tanto reír, y no me importa.
Debo admitir que sigo perdido por carreteras, ciudades y parques buscando alguien que se le parezca. Siempre supe que tuvo miedo a querer(me). No importa si se marchó porque no fue capaz de sentir o porque, por el contrario, sintió demasiado. Es posible que fuera uno de los muchos chicos que alquilo su corazón por un par de meses. Sin embargo consiguió llevarme al éxtasis de la felicidad, y tal vez por eso, hoy, solo soy capaz de recordarla con una sonrisa.