Y allí me encontraba yo, mirando al infinito, con
el bolso en la mano y el maquillaje a punto de desaparecer. Esperando a que cambiaras de marcha, giraras
por la rotonda de la quinta avenida y volvieras a buscarme. Nunca regresaste.
Camine durante horas sin rumbo pisando las
baldosas de una calle que ya no alcanzaba a reconocer. Me senté en uno de esos
bancos que parecen más solitarios si lo haces solo y encendí un cigarro. Deje
que el cansancio cerrara mis parpados e intente, ingenua de mí, que el humo se
llevara mis recuerdos, esos fotogramas que viajan a través de los sentidos sin
tener en cuenta si estamos de acuerdo o no. Volvieron aquellas sonrisas
escondidas debajo de una bufanda, aquel hotel de carretera de unas vacaciones
improvisadas, aquella maleta con mis sueños y tus deseos, con nuestros viajes a
la luna, y sin embargo te lo llevaste todo. Como el ladrón que roba tumbas o el
amante que despoja a medianoche corazones solitarios. Te llevaste mi alma y me
dejaste con un pintalabios rojo a medio usar, unos pies fríos incapaces de
pensar y un saco de lágrimas amargas. Amargo como el café que ya no tomaremos los
domingos por la mañana o el zumo de limón que hacía todas las tardes de verano
solo para ti.
Y dime, ¿quién se queda con los restos de este amor?
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