Nadie
habla ya de los corazones emigrantes, esos que derrotados deciden cruzan meridianos
y paralelos para sentirse mejor. Tampoco se habla ya del corazón de acero, duro
y rígido, imposible de acceder a el sin permiso. Ni de los corazones costureros
cuya función es remendar heridas y coser esperanzas. ¿Dónde están los corazones
salvajes? Esos que actúan más que piensan, llevados siempre por la pasión. ¿Y
los corazones embusteros? Que envenenan y transforman a los de su alrededor. Ya
nadie se preocupa por los corazones muertos, asesinados a punta de palabra. Ni de los corazones malditos, soberbios, ahogados en un vaso de whisky. Pobres corazones
solitarios que deambulan por las calles creyendo no necesitar ni una miserable
muestra de afecto. ¿Y qué me decís de los corazones suicidas? Esos que se lanzan sin paracaídas y cuya caída
siempre acaba por destrozarlos. ¿Alguien recuerda lo que era un corazón valiente? Aquel que se mantiene firme y sabe decir “no”
a un corazón que espera pacientemente una clara señal de “volvamos a intentarlo”. Valientes
también aquellos que son capaces de mirar a los ojos al fantasma del pasado
solo para decirle “sigo pensando en ti”. Y es que a día de hoy solo somos capaces de ser corazones científicos, de esos que solo creen
en un tipo de corazón, quedando siempre escondidos (rezagados) los corazones que viven por aquellos que dejaron de latir
por viejos o enfermos pero felices al llegar al fin de sus días.
Todos ellos corazones supervivientes.