Las voces
retumbaban a mí alrededor mientras yo jugueteaba con las manos. La gente
revoloteaba de allí para acá con el máximo respeto que les era posible dada la
situación. No recuerdo el color de las paredes pero era imposible concentrarse
en nada cuando hasta los marcos de las puertas tenían el poder de chuparte la
vida. Y sobre aquellos raidos sofás (si es que podían llegar a considerarse así)
estaba él. Tenía la cabeza gacha, sus gafas redondas y grandes mostraban la
mirada perdida de quién no sabe regresar al mundo real, y sus manos, viejas y
arrugadas se aferraban a un pañuelo bordado. Me juego el cuello a que por
aquella cabeza solo rondaba la idea de “largaos de aquí y dejadme tranquilo”,
sin embargo, y al contrario de lo que yo pensaba se levantó y se fue.
Debéis saber que
antes de salir por la puerta caminó despacio hacia el cristal y apoyo la mano.
Debéis saber que cansado, reposo la cabeza sobre él y susurro lo que, me juego
la vida, fue un “volveremos a vernos mi amor”. Porque no hace falta que os diga
lo que había al otro lado del cristal.
Abrió los ojos de
nuevos, enjugo sus lágrimas en el pañuelo y lo guardo cuidadosamente en el
bolsillo de su traje. Justo el mismo que llevo para el día de su boda. Su mujer merecía verlo guapo, como hace 60
años, como aquella vez.
Aunque ella estuviera lejos.
Aunque ella ya no
estuviera allí.