sábado, 10 de febrero de 2018

Amaia.



Como cada año, en la misma estación de tren, con las mismas luces de fondo. Primera parada. Un chico de unos 18 años escucha música demasiado alta. La vida continúa. Al mismo ritmo de siempre, a paso seguro durante 365 días. Mis ojeras se reflejan en el cristal. Vuelven a casa por Navidad para buscar cura y hogar. Ha hecho tanto frío este año que si me pidieran un breve resumen lo llamaría "letargo". Tengo ganas de encontrarme bien, y de encontrarme también. He convivido con un puño en el corazón firme, constante. A veces los dedos apretaban tanto mis arterias que no me permitían respirar. Otras en cambio aflojaban lo suficiente como para continuar arrastrando mis pies y mi existencia por las estaciones más frías de Madrid, como hoy. Y no me puedo quejar, pero si hay que hablar de puños, mejor que sean sobre la mesa. Las injusticias se me retuercen en las entrañas y hago malabarismos para salir con la cabeza sobre los hombros de este fango lleno de mierda. 

Deberíamos ser más amables con las personas que nos rodean.
Sin metáforas.
Sin palabras intensas.
Alto y claro.
Y dejar de ser tsunamis.
Que lo que arrastramos a veces se pierde,
o lo matamos.

Según la intensidad.

Es la hora. El tren ha comenzado a moverse y mis músculos comprenden que ha llegado el momento.
Intentan descongelarse, están entumecidos. Aprieto, ahora sí, el puño de mi mano y pienso:
- Tengo un amor que recuperar. 

El mío.