Descubrí que había
normalizado la situación cuando empecé a contar años hacia atrás mientras me soltaba
el pelo al llegar a casa como cualquier día y no conseguía recordar la cifra
exacta. Fue hace tanto tiempo que él mismo se ha encargado de borrar el
recuento que te ves capaz de hacer cuando acaba de ocurrir. Y la primera vez
repites “un año sin ti”. Dos. Tres. Cuatro. E inconscientemente dejas de
recordar cuántos y solo sientes que hace mucho
tiempo algo se rompió. Y vuelve la sensación de eco. Cómo cuando tomas
gas de la risa y parece que el mundo se está disolviendo. Con la diferencia de
que no hay risa que valga y lo único que resuena en tu cabeza es ¿Por qué tú?
Tú que me querías pero te dejaste llevar.
Y te desvaneces en la sensación de irrealidad hasta que
alguien te golpea en el hombro y te dice “Lo siento”. Y no comprendes porque delante
de ti hay una persona extraña diciendo que lo siente, que te acompaña en el
sentimiento. Pero te han dicho que el respeto nunca hay que perderlo y simplemente
eres capaz de decir “Gracias” en un murmullo de odio. Lo odias por tener la
suerte de volver a casa pensando en su próxima cena.
Vuelve en ese mismo eco su olor y la ansiedad que te producía
coger su ropa y esnifar su ausencia. Retumba en tu cabeza el cómo dolió. Y
recuerdas lo mucho que costó abrir el armario y sacar sus camisas, elegir qué
debías guardar en cajas para alimento del polvo y qué debías tirar a la basura
después de tantos años de amor.
Hogar era abrazarte por las noches.
Descubrí que había
normalizado la situación cuando empecé a contar años hacia atrás mientras me soltaba
el pelo al llegar a casa como cualquier día, sin el consuelo de recibir el
abrazo de bienvenida y siendo consciente de que sonreír es un precio demasiado duro
que no estoy dispuesta a pagar todavía. Porque hogar ahora es una cama con un
cojín del tamaño de una persona, que al menos me calienta por las noches, pero
que me recuerda que la vida sigue siendo una hija de puta.