sábado, 4 de febrero de 2017

Iziar.


Tengo todo lo necesario para poder cerrarlo. He aplicado esparadrapo, cola blanca, grapas, aguja e hilo. Eme aquí que he conseguido ponerlo todo y aún así me resulta incomodo de llevar. Cambio de postura. Duele. Le doy la vuelta a la almohada. Duele. Estiro los brazos para ver si así la sangre fluye mejor. Me noto vacía. Como cuando golpean la puerta o llaman al timbre y observas por la mirilla pero finges que no estás. Siguen preguntándome si me encuentro bien. Lo que no saben es que he perdido el mapa con la ruta que compre hace un siglo (o al menos así me lo pareció). Antes había una dirección, una voz del GPS repitiendo el nombre del destino y los kilómetros para llegar a él. Y ahora hay que reiniciar. Cambiar la ruta, la dirección y el destino.

- Un billete por favor.
- ¿Destino?
- Donde esto deje de doler.- Señalo el corazón con el dedo índice.
- ¿Ha probado usted con un poco de hielo?- Mierda, pienso. Se me olvidó probar con hielo. Así pasa que después de las grapas y la cola blanca se ha quedado un hinchazón que cualquiera lo baja. Suspiro.
- Lo más lejos que pueda, por favor.

Y es entonces cuando recuerdo que lejos ha dejado de significar distancia, que cerca ha dejado de significar te quiero y que respeto dejó de tener mi nombre. Porque hay hombres con nombre que tan solo deberían llevar marcado a fuego en el corazón “condenado por alta traición”. Por eso de que, en un futuro, toda mujer que escuche tus latidos sepa que una vez hiciste daño porque lo quisiste todo, menos a mí. Pobre de la que no escuche y tan solo oiga, porque en sus manos está la decisión de estar contigo y doler.