Volvía noviembre
con su espesa niebla y su temida soledad. De nuevo volvíamos a pasear por el undécimo
mes del año con las manos suplicando una taza de chocolate caliente y un poco
de compasión.
Fueron meses
duros. Fueron días terribles en los que apagar el despertador suponía sacar una
fuerza titánica de donde no la había. Los médicos siempre dicen que debo comer más, que peso muy poco, que no tengo músculo. Tal vez por eso para mí suponía
tres veces más duro que para el resto seguir con vida. Levantaba la palma de la
mano con el verbo “debes” y apagaba el móvil con las palabras “tener que”. Caminaba porque debía hacerlo. Respiraba porque no había más remedio.
Ahora que me observo de reojo y a lo lejos, solo puedo ver heridas profundas sin cicatrizar y la perspectiva de un
futuro con tropiezos imposibles de detener. Supongo que eso es lo que hace de
la vida un lugar inhóspito a la vez que bonito. La soledad de enfrentarte a tus mayores temores con la espada de la actitud y la certeza de que al volver a
casa siempre estarán ellos. Las personas a las que quieres con un
abrazo y un millón de palabras que solo significan un “tu puedes” rebosante de amor. Porque tal y
como está el mundo, así de loco e injusto, soy afortunada.
Le cojo de la mano y
sonrío. Me tapa con nuestra manta favorita.
Dormir a tu lado
mamá, ahora que el mundo te roba la vida en un disparo intencionado, me parece
lo más valioso del mundo.
El resto de
problemas, bah.