El silbato sonó
para señalar la llegada del tren. A lo lejos empezaron a temblar las vías.
Recogí mi maleta y la mantuve fuertemente sujeta mientras presenciaba los últimos
besos de despedida. Yo había decidido ser la última en regresar por eso de no
vivir la peor de las despedidas. Llorar detrás del cristal mientras, al otro
lado, una mano tiembla intentando sujetarte para que no te vayas. Siempre he
preferido viajar en silencio antes que decir adiós con la mano y el corazón.
Miré el billete y
pensé ¿estás segura? Aun había tiempo de recapacitar. Zagreb había sido el
hogar más reconstituyente hasta ahora. Había habido otros sí, pero no lo
suficientemente lejos como para sobrevivir. Eché la vista atrás y recordé como
mi hermana había insistido en la idea de que cambiar de país no era la solución
a todos los problemas. Imagino que nunca quiso tenerme lejos. Cogí el mapa de
Europa y seleccione el destino más encantador y con menos españoles en kilómetros
a la redonda. Sí. Ya había pasado más de un año desde entonces y aún así
fíjate, todavía recuerdo la promesa de viajar por el mundo de tu mano. O al
menos esa era la idea antes DE.
Uno de los trabajadores
de la estación me pidió amablemente el billete lo que me sacó del
ensimismamiento por unos segundos.
- - Dobar dan! – añadió mientras me devolvía mi papelito picado.
Miré a través de
la ventana y alcancé a ver como la Catedral se alejaba por momentos. El móvil comenzó
a reproducir “Always” mientras reclinaba la cabeza contra el asiento. Cerré los
ojos. Sí, era el momento de regresar. Volver al lugar donde todo había
comenzado y acabado al mismo tiempo.
Como en la Batalla de Normandía, dicen
que hubo más de mil bajas, en mi caso solo yo acabe herida de muerte en la más
terrible de las guerras. La del “ya no te quiero” pero yo todavía si.